Agencia de Noticias de Ahlul Bait (ABNA) — El Profeta (Bpd) y sus más allegados colaboradores habían alcanzado Yatrib, transmutándola en Medina -La ciudad del Din- en torno al día 12 del mes de Rabî Âl-Âûal del primer año islámico, y ello no hizo sino avivar la tensión existente en la península arábiga entre creyentes e incrédulos, con la consiguiente presión y crispación sobre los musulmanes, que ya en aquellos momentos se consolidaban como una fuerte colectividad en la región.
Unos diecisiete meses después, se hubo de producir el primer acto socio-político de relevancia de aquel primer núcleo de musulmanes: la denominada Batalla de los Pozos de Badr.
A comienzos de aquel segundo mes de ayuno en la nueva ciudad de la Fe, se hizo evidente que el conflicto militar entre la sociedad de los creyentes y sus adversarios era de una inminencia tal, que dos grupos en los primeros días de la segunda quincena de aquel mes, los musulmanes dirigidos por el Profeta del Islam, y los incrédulos comandados por lo más sobresaliente de la aristocracia Quraîsh, se enfrentaron con las armas en un punto de la ruta caravanera de la costa del Mar Rojo que unía La Meca con las regiones de Sham -la actual Palestina y Siria-, que en aquella época era la más importante conexión comercial que articulaba la actividad económica en la región, ya que conectaba Oriente -África oriental, el actual Golfo Pérsico, la India y más allá la China y el reino de Siam- con el Occidente latino -Bizancio, y la posterior Europa carolingia y romano-cristiana-.
En aquellos momentos ¿Qué relevancia habría de tener para la Historia en general una acción militar, aparentemente tribal, en el interior de la ignota península árabe?
Pese a que el combate fue una acción militar de relevancia numérica limitada, pronto se hizo evidente que tras el encuentro y su resultado, algo esencial había cambiado en el complejo equilibrio que permitía el movimiento de materias entre las diversas zonas que aquella red comercial articulaba. Con el fracaso militar del, hasta aquel instante, poderoso Quraîsh se hizo notorio que el gestor del flujo había cambiado; algo más tardarían los ajenos al suceso en comprender que esto no era lo importante, puesto que lo que en verdad había cambiado era el carácter e identidad del nuevo administrador.
Se iniciaba una nueva era de relaciones internacionales. Podemos afirmar, sin temor a caer en el maximalismo, que el contacto, la convivencia, convulsa y/o cooperante, entre el mundo musulmán y sus vecinos -creyentes del Libro e incrédulos- iniciaba una andadura que aún en nuestros días no ha encontrado un punto de equilibrio.
El hecho histórico de que aquel acto de guerra activa defensiva fue la primera y rotunda acción de afirmación del Islam, y que el acontecimiento, hoy en día, se encuentre vigente, tanto como sus consecuencias renovadas, es la primera y más indudable lección histórica de la trascendencia de aquel singular combate.
Pese a ello, con precipitación, se ha pretendido explicar como un mero acto de venganza la decisión de la Comunidad islámica de Medina de atacar aquella caravana, en la que la tribu del Quraîsh ponía todo su prestigio socio-político y buena parte de sus expectativas económicas anuales. No obstante, ha de pensarse que desde el momento de la marcha de los musulmanes mecanos hasta Yatrib, sus antiguos vecinos no habían cejado de acosar al grupo de emigrados en torno al Profeta (Bpd), bien presionando a otras tribus para que éstas les fueran hostiles, bien intrigando en el seno de la población autóctona medinesa, a fin de crear disensiones en la comarca, que forzasen a un conflicto entre los musulmanes refugiados y los naturales del feraz oasis que era Yatrib y sus alrededores.
Lo cierto es que en el ánimo de los musulmanes existía la necesidad y conveniencia de asestar un golpe a los enemigos de la nueva comunidad, que afianzando el prestigio del grupo – necesario para consolidar su posición en el complejo entramado tribal preislámico de aquella península- sirviese tanto de medio de compensación por el daño social y económico que la forzada emigración había supuesto, a la vez que posibilitase alguna merma en el dominio que la aristocracia mecana pretendía imponer a toda la región.
Así, el Profeta (Bpd) envió a Talhâh y a Saîd, el hijo de Zaîd el Hanîf hacia la comarca de Haûra, lugar situado al oeste de la ciudad en dirección a la costa de lo que actualmente conocemos como Mar Rojo, con el fin de que observaran, e informasen, de la llegada de la caravana mecana que aquel año mandaba Âbû Sufîân.
Por su parte, los mecanos tenían en la nueva Medina eficaces informadores entre los hipócritas y los renuentes a la presencia de los musulmanes, y los consiguientes cambios que ello estaba introduciendo en el orden social y comunal de la región, de forma que los caravaneros supieron del movimiento, y sus previsibles consecuencias, y destacaron a un hombre de la tribu de Gifar, de nombre Damdam Îbn Âmbru, para que previniese a los habitantes de La Meca, y los instase a que enviaran un cuerpo de ejército para proteger la caravana. Mientras tanto, el Profeta (Bpd) y sus compañeros permanecían en Medina pendientes de la enfermedad de su hija Ruqaîah, ahorrando energías y medios, ya que sus posibilidades de movilización eran sumamente escasas en aquel momento; pero ya decididos, en su mayoría, a asestar un golpe a aquel poder incrédulo, que sirviera de compensación por los agravios, y demostración de fuerza para el acosado grupo de creyentes. Setenta y siete varones musulmanes emigrados habitaban el lugar, todos ellos, salvo tres, marcharon junto al Profeta (Bpd); sólo quedaron fuera del ejército los dos comisionados para estudiar los movimientos de la caravana, y Utman, yerno del Profeta, que por indicación de éste permaneció en Medina junto a su esposa enferma, y al cuidado de las personas que allí quedaban sin la protección del grupo masculino de los emigrados. Simultáneamente a la disposición de la pequeña mesnada musulmana; llegaba a La Meca el enviado de Âbû Sufîân, encargado de enervar los ánimos contra el acontecimiento que se avecinaba. Los historiadores clásicos han relatado que Damdam entró en la ciudad santa, sentado en su montura al revés, y habiendo sangrado al animal en su hocico en señal de duelo y alarma.
Relatan que gritaba:
“¡Hombres del Quraîsh! Vuestras mercancías, vuestros bienes, Muhammad y sus compañeros están sobre ellas!”
No deja de ser interesante esa apelación pragmática al patrimonio material, por trascendente que éste fuera en aquellos días y aquella zona del mundo, región eminentemente comercial, sin otros recursos que el mercadeo; cuando desde el inicio de la predicación islámica los incrédulos habían atacado al Profeta (Bpd), considerando su convocatoria como un peligro para las religiones ancestrales idolátricas. Los incrédulos dejaban entrever por vez primera su auténtica faz social y mostraban su programa de reacción y atraso; resistían contra el Islam, no por convicción idolátrica, sino por un mísero y primario temor a la revolución en las mentes y corazones, que aquel primer Islam traía, de la cual podría devenir cualquier cambio histórico para el orden social que a ellos convenía. En aquel tiempo, el Islam era la promesa de un gran cambio en la Humanidad, el cambio de una sociedad bien orientada, y dirigida por la Sabiduría y la Perfección. En la acción, como más tarde se evidenciaría, estaba en juego el prestigio político y social de los paganos frente a los nuevos musulmanes; y sin embargo, Âbû Sufîân hizo que su hombre apelara a los intereses materiales.
Tal era la peroración de los incrédulos ya en aquel tiempo: pretendían que su conflicto con Muhammad (Bpd) era de orden meramente material, pues su mensaje desestabilizaba el orden socio-económico existente, aunque el tiempo evidenciaría que la renuencia y la contestación de aquellos nobles tribales, ante la convocatoria islámica, encerraba una más compleja motivación de la que no estaba ausente cierto rencor de los idólatras hacia la estirpe netamente hanîf de los Hashemitas, que secularmente habían enfrentado su culto unitario a la caterva de ídolos, que el Quraîsh procuraba honrar en la ciudad, en un rudimentario esfuerzo de mercadotecnia socio-política, pues de esta forma pretendían contentar y atraer a su área comercial a las diferentes tribus de la zona, obteniendo con ello, además de benéficos económicos, la preeminencia y la satisfacción egolátrica personal que ha sido históricamente el motivo último para todos los descreídos de la historia religiosa. Âbû Sufîân, convocaba a sus vecinos y socios a defender los bienes de la caravana, en la que radicaban muchas de las expectativas mercantiles de aquel año, y, con ello, llamaba a sustentar sus privilegios seculares, especialmente aquellos que más en peligro ponían el nuevo orden espiritual y religioso: su prestigio como individuos sin otro valor que su posición. No olvide el lector, que el Islam no pretendió alterar inmediatamente el orden económico existente -que ya era el sistema mercantil del final de los tiempos, el orden financiero de un tiempo regido por mercaderes y artesanos si bien regularizó y conformó con el ser individual y su dimensión social, humanizándolas y armonizándolas, todo tipo de relaciones personales y económicas. Sin embargo, cambió definitivamente, en esencia y sustancialmente, la forma de percepción de la honorabilidad, que para aquellos individuos era el valor social de mayor trascendencia, pues desplazó el prestigio del orden social y económico al grado moral y espiritual.
La mañana en que el emisario de la caravana emplazó a los mecanos a defender sus pertenencias, en peligro por el inminente ataque musulmán, se tocó a rebato por el enfrentamiento metahistórico que enfrentaría la Verdad y la iniquidad.
En aquella contienda, aún antes de producirse, ya se dirimía el conflicto esencial entre todo creyente, expuesto, esforzado y obediente a la orden profética y el origen de ésta, y quienes basan su existencia en la resistencia a los divinos preceptos. De alguna forma en aquel bendito mes de Ramadán la Humanidad iba a asistir, aún sin conciencia de ello, a uno de los más grandes sucesos de su existencia: el primer y definitivo encuentro entre un Profeta, el Sello de todos ellos, y los enemigos esenciales de su Misión. Combatiendo por unas mercancías se estaba luchando por humillar a los enemigos de la Verdad, puesto que éstos desposeídos, aparecerían ante sí mismos, con la desnudez e incuria de quiénes sin poder material no habían de ser sino el humo de la Historia.
El Profeta (Bpd), arrebatándoles sus mercancías -más allá de la legitimidad que le asistía, en orden a su estatuto espiritual, y los débitos de aquellos mecanos para con los emigrados- los había de situar, por vez primera, ante su pobreza moral. Por ello, la primera lección de Badr, no fue otra que la realidad de que combatiendo por lo material, cuando el combate es legítimo, los creyentes reafirman su derecho espiritual, precisamente frente a quiénes utilizan secularmente los bienes materiales para contener la fuerza de Fe, y neutralizar el poder de los obedientes a la orden divina.
Continuara…
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