Que ningún medio de comunicación del Estado, ni los afines a los posibles damnificados ni los proclives al escándalo, haya hecho nada más que señalar alguna que otra anécdota es, cuando menos, sorprendente. Menos sorprendente resulta que los responsables políticos desvíen el foco de atención a la parte administrativa, como hizo el ministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba. Al fin y al cabo lo único que hace así es tapar su responsabilidad, algo tristemente común en la clase política. Lo que vuelve a ser sospechoso es que nadie le recuerde que esa responsabilidad recae sobre él, tal y como él mismo certificó en su comparecencia en la noche electoral.
Lo cual invita a pensar que tanto perjudicados por el recuento como beneficiados por el mismo han decidido que prefieren tapar este escándalo y quedarse como están. Transmiten así claramente que ni ellos mismos se creían sus discursos sobre la importancia de la participación. Admiten así que su prioridad es mantener su posición dentro del sistema, bien sea ésta privilegiada o bien sea puramente subalterna. Discurren así de la negligencia al fraude y del apagón a la «omertà» de estado. Todo lo cual confirma una vez más que entre democracia y razón de estado, en el caso español siempre prevalece la segunda. Más si en el origen de la denuncia está, de una u otra manera, el independentismo vasco.
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