Como para avivar el temor, un estudio del Centro Europeo de Monitoreo sobre Racismo y Xenofobia, citado por el colega Gihan Shabine, en Al Ahram Weekly, concluyó “de modo terminante” que la islamofobia aumenta en todo el Viejo Continente, donde los adoradores de Alá sufren, a más de discriminación en el mercado laboral y en el de la vivienda, una violencia habitual que se expresa en vandalismo contra sus templos, abusos de palabra o de acto contra mujeres que portan el velo característico, y ataques personales múltiples, como el propinado por una pandilla con bates de béisbol, decorados con esvásticas, a una familia somalí en Dinamarca.
Ahora, en este entuerto cargan su ingente cuota de culpa los grandes medios de comunicación. Y, por supuesto, no levantamos falsos testimonios. El que el victimario de El Sherbini se haya declarado bajo la influencia de una cobertura demonizadora de los musulmanes ha llevado a cuestionar aún más la pregonada objetividad de una prensa que rezuma prejuicios étnicos no solo después de las embestidas del 11 de septiembre contra Nueva York y Washington, sino como rasgo intrínseco. ¿Genético?
Por ejemplo, en reciente texto titulado “La vergonzosa islamofobia en el corazón de la prensa británica”, aparecido en el diario The Independent, Peter Osborn reseña la incontestable prueba obtenida por la Escuela de Periodismo de Cardiff: “El equipo analizó 972 artículos y estableció que aproximadamente dos tercios de todos los enganches para historias sobre musulmanes implicaban terrorismo, temas religiosos como la ley Sharia; subrayaban diferencias culturales entre musulmanes británicos y otros, o extremismo musulmán (…) Mostraban a todos los musulmanes como fuente de problemas. Al contrario, solo un 5% se basaban en problemas enfrentados por los musulmanes británicos”.
A todas luces, la mass media se ha erigido por derecho “natural” en nuncio de un sistema que, una vez derrotado el adversario “comunista” –explica el pensador marxista Samir Amin-, está proclamando en teoría y práctica desde 1990 (la Guerra del Golfo) otro enemigo: el Sur. Conforme a este discurso, pergeñado por Samuel Huntington, funcionario al servicio del stablishment, el futuro no será regido por la lucha de clases, ni por el conflicto entre naciones, sino por el “choque de civilizaciones”, tesis que atribuye a las innegables diferencias culturales la animadversión que entre los pobres mayormente causa la geopolítica de los imperios.
Y lo peor es que esa teoría podría reproducirse en la conciencia cotidiana, trocarse en “sentido común”, dado que, según el afamado antropólogo francés Claude Levi-Strauss (Raza e historia, 1952), “la diversidad de culturas se presenta raramente ante los hombres tal y como es: un fenómeno natural, resultante de los contactos directos o indirectos entre las sociedades (…) La actitud más antigua y que reposa sin duda sobre fundamentos psicológicos sólidos, puesto que tiende a reaparecer en cada uno de nosotros cuando nos encontramos en una situación inesperada, consiste en repudiar pura y simplemente las formas culturales: las morales, religiosas, sociales y estéticas, que estén más alejadas de aquellas con las que nos identificamos”.
De ahí, el peligro más que potencial de un instrumento ideológico, con ínfulas de cosmovisión, dirigido a engañar a los pueblos con mitos culturalistas, de rancio sesgo idealista filosófico, cuando si de algo puede blasonar el pensamiento crítico es de haber descubierto la causa última de la violencia social, que deviene histórico-concreta, perecedera (o muy atenuada) en la misma medida en que perece el modo de producción que la genera al por mayor.
Pero lo terrible es que mientras tratamos de entender y de denunciar las artimañas de que se valen los “amos” del planeta para continuar siendo tales, los “humillados y ofendidos”, los más, seguirán arrostrando la más rotunda ansiedad por una integridad física y moral que en cualquier momento podrían arrebatarles. ¿Hasta cuándo? Solo ellos marcarán la hora.
/112