Fases del almaDichos doctores dividen el alma en tres partes principales. Aquí, el término “parte” no debe tomarse en el sentido de unidad que esté separada y aislada de otras unidades, sino más bien como fase coexistente con otras fases del alma o “centros de energía”, cada uno de los cuales se entrecruza e interactúa con el otro en cierta medida. Estos tres centros son, en primer lugar, el nafs, que es el yo egoísta o concupiscente, en segundo lugar, el qalb, el corazón o yo inteligente y en tercer lugar, el ruh, el yo espiritual e intuitivo.
NafsEl nafs, el yo concupiscente y egoísta, es la fuerza que nos liga a la existencia física. Es esa atracción hacia abajo que, por así decirlo, mantiene nuestros pies en el suelo. Tiene dos campos de actividad, uno en el plano físico, otro en el mental. Su actividad en el plano físico radica en el deseo de satisfacer nuestras necesidades corporales, tales como alimento, bebida, descanso y bienestar, sueño y apetito sexual. Conforma nuestro impulso de autoconservación y el deseo de perpetuarnos, y se manifiesta en el espíritu adquisitivo, rostro predador que expresa una celosa protección. Genera los sentimientos de avaricia por las cosas de este mundo, la falta de piedad, la combatividad, la crueldad, la defensa de los parientes próximos y de la tribu, y el ansia de poder y dominio. En suma, comprende las compulsiones que tenemos en común con los animales y por esta razón algunos lo han denominado “alma animal”. Pero a causa del refinamiento de la mente humana frente al ciego instinto del animal, incluso el nafs tiene su lado elevado, que se manifiesta como evolucionado “amor” por la especie humana, y que produce en él tan extraordinario deseo de mandar sobre otros, de adulación y de mimo, de fama y buenas referencias, que esta motivación más sutil a menudo sobrepasa a la más grosera. Así, vemos cómo algunas personas abandonan todas las comodidades de la vida en su pasión por la gloria y el dominio mundanos. El yo concupiscente es la montura que estamos obligados a conducir para completar la travesía vital en la tierra. La comparación con un caballo es pertinente. Un animal sin domar es una fuerza salvaje e incontrolada: queda a su arbitrio dirigirse a donde le plazca y hacer lo que quiera, causando desorden y destrucción; si el jinete no puede controlarlo se precipita con él lejos de su meta y tal vez ambos se vean abocados a la ruina final. Pero si el animal está domado y cuidadosamente entrenado para obedecer las órdenes de su dueño, se convierte en el vehículo gracias al cual, éste llega a su verdadero destino. Del mismo modo el nafs o yo concupiscente, si está sin domar y sin riendas, conduce al hombre a la selva de la codicia grosera, donde no encuentra descanso, terminando en el abandono y la destrucción; mientras que si se somete a un paciente ejercicio de disciplina y entrenamiento se convierte en el más fiel compañero del hombre, siendo su ayudante en el cumplimiento de su más noble destino, que es el de conocer a Dios y servir a Sus propósitos.
El nafs radica en un punto intermedio entre la mente inteligente propiamente dicha y el cuerpo, estableciendo un vínculo entre ellos y participando en cierta medida de la naturaleza de ambos. En el fuego del deseo se centran las exigencias del cuerpo y es allí donde prende la más sutil de las llamas del egoísmo. Su semejanza con el fuego no es simplemente una forma atractiva de hablar, sino que se asienta en una verdad; incluso en el habla corriente decimos “el fuego de la pasión”, “el fuego de los celos”, “el fuego de la ira”, porque instintivamente sentimos la naturaleza ígnea de estas típicas manifestaciones del yo más bajo. Aquí prende el fuego de la vida, y cuando aquel se consume es el fin de ésta, quedando entonces el cuerpo frío y yerto.
Hasta aquí he bosquejado a grandes rasgos el yo concupiscente; sin embargo, considero interesante completar este cuadro con más detalle. Ya hemos dicho que las dos motivaciones principales del nafs son, por una parte, el deseo de satisfacer las exigencias del cuerpo físico y acumular posesiones materiales y, por otra, el deseo de autoengrandecimiento. En relación con el primero, los requerimientos primarios del cuerpo son: hambre y sed, descanso y bienestar, sueño y apetito sexual. Entre las compulsiones básicas del ser humano, así como de los animales, están las de apacigüar estas ansias primarias. Sin embargo, debido al alcance inmensamente amplio de la actividad humana, el hombre extiende estas primarias exigencias a otras derivadas que proporcionan los medios para satisfacer a aquellas, y que terminan siendo deseadas por sí mismas. Estos son los deseos de riqueza, posesiones, lujo y disfrute del sexo. Es significativo señalar que el animal, al satisfacer sus necesidades primarias, se limita a lo que su cuerpo requiere realmente y ahí se detiene; pero el humano, a causa del regalo que Allah le ha hecho, en forma de libre albedrío y responsabilidad, tiene que elegir lo que es beneficioso para él. Si falla, su nafs le llevará al exceso bajo la forma de glotonería, pereza, somnolencia o lujuria. Esto se define en el Corán como asfala safilin (lo más bajo de lo bajo) y en la expresión kal amin bal hum adall (como ganado, pero más desviado).
Con vistas a capacitarle para satisfacer sus requerimientos primarios y secundarios, Allah ha situado en el yo concupiscente del hombre ciertas cualidades básicas, que podemos resumir de este modo:
Codicia o avaricia: impulso fundamental para obtener lo que le satisface.
Agresividad: disposición a atacar e incluso destruir para conseguir su fin. Incluye la crueldad y falta de remordimiento al herir o matar a otros.
Astucia: uso de trampas y engaños.
Defensa: determinación de preservar a cualquier precio lo que se considera propio; esto puede manifestarse en forma de agresión, resistencia o precaución.
Pertenencia al clan: lo que en su forma más elemental consiste en incluir en el propio deseo el de la pareja y los de la descendencia, unidad fundamental del grupo, pudiéndose extender al clan, a la tribu o al pueblo. Es de naturaleza esencialmente limitada y excluyente.
Las cualidades generales que he enumerado existen de forma implícita en los animales, de modo que dejan poco espacio para las diferencias individuales; por ejemplo, encontramos que todos los leones son bravos porque la bravura es un corolario de la “agresión” y de la “defensa” que el animal emplea para conseguir lo que necesita o para defenderse. Rara vez se oye hablar de un león cobarde. De la misma manera, los zorros son astutos sin excepción; existiendo sólo distinciones de grado entre ellos. Pero el hombre, aunque también posee estas cualidades, muestra un espectro casi infinito de diferencias que van desde el exceso hasta una ausencia casi completa. Puede ser bravo hasta la temeridad o tan tímido como para merecer el nombre de cobarde. Puede ser astuto hasta el punto de ser falaz y mentiroso, o puede carecer de esta cualidad llegando a ser estúpido y crédulo. Puede sentir su pertenencia al grupo como prejuicio fanático o estar desposeído de estos sentimientos mostrándose desconfiado y desleal. Por doquier encontramos que al ser humano se le ha otorgado una vasta escala de potencialidad, tanto positiva como negativa.
La interacción del nafs y el cuerpo produce los requerimientos físicos básicos, pero cuando la llama del nafs actúa sobre el qalb, el yo inteligente, aparece la necesidad más mental del amor propio. Así como los deseos del nafs tienen la función de velar por las necesidades del cuerpo, del mismo modo, a través de la exigencia fundamental de amor propio que impulsa a sobresalir y superarse, el yo egoísta proporciona la motivación básica para el desarrollo de la mente y del conjunto de la personalidad. La avaricia del cuerpo consiste en querer reunir el mayor número de objetos susceptibles de satisfacer a los sentidos, mientras que la avaricia de la mente consiste en el deseo de alcanzar superioridad por cualquier medio. Esta cualidad del yo concupiscente toma diversas formas que podemos resumir así:
Amor propio y arrogancia que se acompañan de desdén hacia los demás. Deseo de dominar e imponer la propia voluntad sobre los compañeros.Deseo de alabanza y adulación. Deseo de fama, de ser reconocido por alguna particularidad por el mayor número de personas y por el mayor tiempo posible. Conduce a intentos de autoperpetuación.Celos, deseos de destruir la superioridad de los demás sobre uno. Odio a quienes se interponen a su voluntad de cualquier modo. Estas demandas primarias originan los sentimientos derivados, que tratan de proporcionar los medios para su satisfacción: La alabanza propia y la exaltación de uno mismo y de la tribu como una clase superior de seres. La búsqueda de puestos de poder y dignidad.La reunión de un círculo de gente aduladora y servil. La ostentación y autopropaganda, la pompa, la ceremonia y la erección de monumentos a uno mismo. La calumnia y la difamación. La búsqueda de venganza contra los oponentes por pura malicia, no por deseo de justicia o por autopreservación.
Si el fuego del nafs es fuerte, estas características serán más poderosas, pero si quema débilmente, su carencia constituirá un defecto similar a su exceso. En lugar de manifestar amor propio, será ignominiosamente humilde, el lugar del deseo de tiranía lo ocupará la esclavitud, la aquiescencia dejará paso al servilismo, el ansia de fama se cambiará por insensibilidad a las opiniones y el gusto por la alabanza se tornará en vergüenza.
Se desprende de este examen del yo concupiscente y egoísta, el nafs, que éste no es algo totalmente malo y que deba ser destruido, sino que es el necesario vehículo de nuestra existencia corpórea. Sin los deseos carnales que llevan al hombre a satisfacer las necesidades del cuerpo, su supervivencia en este mundo sería imposible. Sin amor propio y deseo de superioridad, no tendría lugar el desarrollo de múltiples potencialidades que están dentro de él. El nafs es el enlace invisible que le une a la tierra o, para usar otra metáfora, el lastre que mantiene en el suelo la pelota llena de un gas más ligero que el aire. Sin el peso de alguna sustancia sólida la pelota desaparecería en los cielos a causa de la fuerza ascendente del gas de su interior; del mismo modo, sin el ancla a tierra del nafs, el alma volaría a los cielos dejando atrás su habitáculo corporal. Pero esta metáfora es incompleta porque el yo egoísta no es un simple cuerpo muerto sino una violenta energía que, sin control, puede arrasar y destrozar el mundo. Convenientemente dirigida puede ser el ligero y obediente corcel que nos lleve a la Morada de la Paz. Si no se lo domina puede ser una bestia salvaje que ataca y destroza todo cuanto es bueno y noble. Acerca de esto, Allah ha dicho:
"El ánimo es propenso a la codicia..." (4:128)
"Quienes están a salvo de la codicia de su nafs serán los que tendrán éxito." (39:9)
A esto se refiere el famoso versículo: "El alma exige el mal... (ammaratum bis-su)." (12:53)
Esta incitación al mal ha de corregirse con el yo inteligente y el yo intuitivo, el qalb y el ruh.
RuhDe estos dos centros internos del ser humano tomaré primero el ruh, puesto que es en todos los aspectos exactamente lo opuesto al nafs. Si el yo egoísta del hombre le atrae siempre hacia la tierra, el yo espiritual, el ruh, continuamente intenta elevarlo a los cielos. Es característico del ruh que, estando cerca de Dios, siempre busca mayor cercanía y mayor intimidad con Él. La base de esta aspiración es su intenso amor por Él, lo que no es una adquisición del ruh sino su verdadera esencia; deriva de esa afinidad con lo Divino a la que alude el Corán con estas palabras:
"...formado armoniosamente e infundido en él de mi Espíritu." (15:29)
Este amor del yo espiritual por Allah tiene tres aspectos. Uno es el sentimiento de su absoluta dependencia de Él, lo que da origen a una extrema humildad respecto a Él y a la aceptación de Su voluntad, inclinándole a cantar Sus alabanzas y a adorarle solicitando Su favor y bondad. El segundo es el deseo de agradarle, entregarse a Sus propósitos y sacrificarlo todo por Él en cumplimiento de Su voluntad. El tercero, que es la aspiración más alta del espíritu, es alcanzar la unión con Él, ser el espejo de Su Luz abandonando la propia imperfección y convirtiéndose en reflejo de Su Perfección.
A causa del amor intrínseco del yo espiritual por Allah, éste ama también todos los atributos divinos. Por consiguiente el ruh guía al hombre hacia la pureza, hacia el refinamiento, hacia la belleza, la luz y la armonía y es totalmente contrario a la corrupción, la grosería y la obscenidad, a la fealdad, la oscuridad y la discordia. Siente una fuerte aversión e ira por estos atributos que son contrarios a su propia naturaleza y desea apartarlos de su camino y destruirlos. Sin embargo, este yo espiritual no está vuelto por entero a Allah sino también a los espíritus semejantes de otros hombres. Puesto que el ruh es por naturaleza un reflector de las cualidades Divinas y sede del takhalluq-bi-akhlaq (asimilación de los modales de Dios), su actitud básica hacia las otras almas es la de simpatía y bondad, en consonancia con la proclama Divina: "Mi misericordia sobrepasa Mi ira". De aquí brotan las cualidades de desprendimiento, sinceridad y generosidad que, en su sentido espiritual, son consecuencia del amor y, cuando el ruh está iluminado, de la luz espiritual. El ruh da a otras almas y también absorbe de ellas luz y fuerza, de modo que cada una contribuye al desarrollo y florecimiento de las otras. Al mismo tiempo, el espíritu humano siente aversión hacia aquellos semejantes que se han cubierto de obscuridad y de mal, estableciéndose como enemigos de Allah, y dicha aversión puede derivar en rabia violenta. Pero incluso disgustada y encolerizada, hay una misericordia oculta que desea la transformación de sus malas cualidades en buenas, esperando su eventual salvación, ya que la naturaleza del espíritu está hecha a semejanza del mayor de los espíritus y que es "Misericordia para todos los mundos".
El conocimiento del ruh es puramente intuitivo y por consiguiente cierto. Es de la misma naturaleza que la visión, la cual se presenta de modo inmediato como experiencia directa. Las reacciones que mueven al ruh tienen la misma cualidad intuitiva y son como afectos espirituales que le penetran uno tras otro. Un ejemplo de este afecto espiritual es cuando, a veces, conocemos a una persona por primera vez y nos inspira un gran respeto, aunque su apariencia no sea de las que infunden respeto e incluso aunque no sepamos nada de ella que nos permita tener ideas preconcebidas. Lo que ocurre es que el yo intuitivo percibe cierta cualidad espiritual en ella; no podemos explicar tal percepción racionalmente o adscribirla a cierta causa física pero, por otro lado, no podemos evitar que se nos imponga. La percepción del ruh es cualitativa y sintética, en contraste con los procesos analíticos y racionales de la mente. El ruh o yo espiritual alumbra continuamente al qalb con su luz, tratando de atraer su atención hacia arriba.
QalbTras delinear los dos polos opuestos de la psique humana, el yo concupiscente en el que habita