Agencia de Noticias de Ahlul Bait (ABNA) — A lo largo del año, o del año y medio ya transcurrido, los acontecimientos que han venido produciéndose en el norte de África y en el Medio Oriente han ocupado un lugar preponderante entre los temas políticos que forman parte del orden del día a nivel mundial. Frecuentemente se les califica incluso como el episodio más sobresaliente de la vida internacional en este joven siglo 21. Algunos expertos hablan desde hace tiempo de la fragilidad de los regímenes autoritarios de los países árabes, y de las potenciales confrontaciones sociales y políticas.
Sin embargo, era difícil predecir la envergadura y la velocidad de la ola de cambios que ha alcanzado la región. Como colofón de la crisis que afecta la economía mundial, estos acontecimientos han demostrado claramente que el proceso que conduce al surgimiento de un nuevo sistema internacional ha entrado en un periodo de turbulencia.
A medida que importantes movimientos sociales iban apareciendo en los países de la región, se hacía más urgente –tanto para los actores exteriores como para la comunidad internacional en su conjunto– saber cuál sería la política a seguir. Numerosas discusiones de expertos sobre el tema, y más tarde las acciones concretas emprendidas por los Estados y las organizaciones internacionales, resaltaron dos enfoques principales: uno consiste en ayudar a los pueblos árabes a decidir su destino por sí mismos, el otro consiste en tratar de crear una nueva realidad política en función de lo que se quiere obtener aprovechando para ello el debilitamiento de las estructuras estatales que desde hace tiempo ya resultaban demasiado rígidas. La situación sigue evolucionando rápidamente, lo cual obliga a quienes desempeñan un papel de primer plano en los asuntos regionales a consolidar sus esfuerzos, en vez de dispersarlos en diferentes direcciones como harían los personajes de un cuento de Ivan Krylov.
Permítanme retomar aquí los argumentos que habitualmente desarrollo sobre la evolución de la situación en el Medio Oriente. Primero que todo, junto a la mayoría de los pueblos del mundo, Rusia favorece las aspiraciones de los pueblos árabes a una vida mejor, a la democracia y a la prosperidad, y está dispuesta a apoyar esos esfuerzos. Es por ello que acogimos favorablemente la iniciativa de la Asociación de Deauville, durante la Cumbre del G8 en Francia. Nos oponemos firmemente al uso de la violencia en el marco de los cambios que están produciéndose en los países árabes, sobre todo [a la violencia] contra los civiles. Sabemos perfectamente que la transformación de una sociedad es un proceso complejo y generalmente largo que raramente se desarrolla sin sobresaltos.
Rusia conoce probablemente mejor que la mayoría de los demás países el verdadero precio de las revoluciones. Estamos perfectamente conscientes de que los cambios revolucionarios vienen siempre acompañados de reveses sociales y económicos, de pérdida de vidas humanas y de sufrimientos. Es precisamente por ello que defendemos una óptica evolutiva y pacífica para la puesta en marcha de los cambios que desde hace mucho se esperan en el Medio Oriente y en el norte de África.
Dicho esto, ¿cuál deber ser la respuesta ante la posibilidad de que el forcejeo entre las autoridades y la oposición tome la forma de una confrontación violenta y armada? La respuesta parece evidente: los actores exteriores deben hacer todo lo posible, por un lado, para poner fin al derramamiento de sangre y, por otro lado, para respaldar un compromiso que implique a todas las partes en conflicto. Cuando decidimos apoyar la resolución 1970 del Consejo de Seguridad de la ONU y no poner objeción alguna a la resolución 1973 sobre Libia, estimábamos que aquellas decisiones contribuirían a limitar el uso excesivo de la fuerza y que servirían de base a un arreglo político del conflicto.
Desgraciadamente, las acciones que los países miembros de la OTAN emprendieron en el marco de aquellas resoluciones condujeron a una grave violación de las mismas, y a proporcionar apoyo a uno de los beligerantes de la guerra civil, con vistas a derrocar el régimen existente, menoscabando de paso la autoridad del Consejo de Seguridad.
A quienes conocen la política no hace falta explicarles que el diablo se esconde detrás de los detalles, y que las soluciones drásticas que implican el uso de la fuerza no pueden conducir a un arreglo viable a largo plazo. En las actuales circunstancias, en que la complejidad de las relaciones internacionales ha aumentado considerablemente, se hace evidente que el uso de la fuerza para resolver los conflictos no tiene la menor posibilidad de prosperar. Abundan los ejemplos de ello. Citaremos sobre todo la complicada situación existente en Irak y la crisis de Afganistán, que aún se halla lejos de terminar. Numerosos elementos indican, por otra parte, que después del derrocamiento de Muammar el-Kadhafi, Libia está lejos de hallarse en una situación favorable. La inestabilidad incluso se ha propagado más allá de ese país, hacia el Sahara y la región del Sahel, engendrando un dramático empeoramiento de la situación en Mali.
Otro ejemplo es Egipto, país que está lejos de haber llegado a puerto seguro, a pesar de que el cambio de régimen no estuvo acompañado allí de importantes brotes de violencia y de que Hosni Mubarak, quien gobernó el país durante más de 30 años, dejó el palacio presidencial por voluntad propia a raíz del comienzo de los movimientos de protesta. ¿Cómo es posible no inquietarse, entre otros problemas, ante las informaciones que mencionan un aumento de los enfrentamientos confesionales y de las violaciones de los derechos de la minoría cristiana?
Todo ello indica que existen razones más que suficientes para adoptar el más equilibrado de los enfoques en lo tocante a la crisis siria, que es hoy en día la más aguda de la región. Después de lo sucedido en Siria, era evidente que no se podía seguir al Consejo de Seguridad de la ONU en la toma de decisiones que no sean lo suficientemente explícitas y que permitan que los responsables de su aplicación actúen como les parezca. Todo mandato otorgado en nombre de la comunidad internacional en su conjunto debe ser lo más claro y preciso posible en aras de evitar la ambigüedad. También es importante entender lo que realmente está sucediendo en Siria y cómo ayudar ese país a atravesar esta dolorosa etapa de su historia.
Por desgracia, son muy escasos los análisis calificados y honestos sobre los acontecimientos en Siria y sus posibles consecuencias. En su lugar aparecen muy a menudo imágenes primitivas y clichés de propaganda en blanco y negro. Hace meses que las principales fuentes de noticias internacionales vienen reproduciendo artículos sobre un régimen dictatorial y corrupto que aplasta brutalmente la aspiración de libertad y democracia de su propio pueblo. No parece, sin embargo, que los autores de esos artículos se hayan tomado el trabajo de preguntarse cómo es posible que el gobierno haya logrado mantenerse en el poder sin apoyo popular desde hace más de un año, a pesar de las amplias sanciones que le imponen los principales socios económicos del país. ¿Cómo es que, a pesar de todo, la mayoría de los soldados siguen siendo leales a sus superiores? Si la única explicación es el miedo, ¿cómo es entonces que ese mismo miedo no ha beneficiado a otros regímenes autoritarios?
Hemos declarado varias veces que Rusia no defendía el régimen que actualmente ejerce el poder en Damasco y que no existía ninguna razón política, económica o de otro tipo para que lo hiciese. Nunca hemos sido un socio comercial o económico importante para ese país, cuyo gobierno se ha comunicado principalmente con las capitales de los países de Europa occidental.
No por ello es menos evidente, tanto para nosotros como para los demás, que la principal responsabilidad por la crisis que sacude el país recae en el gobierno sirio, que fracasó en cuanto a tomar el camino de la reforma en su debido momento o en sacar las conclusiones de los profundos cambios que están teniendo lugar en materia de relaciones internacionales. Todo eso es cierto. Pero existen también otros hechos. Siria es un Estado multiconfesional. En ese país viven, además de musulmanes y chiitas, tanto alauitas como ortodoxos y cristianos de otras confesiones, así como drusos y kurdos. Durante estas últimas décadas de predominio laico del partido Baas, en Siria se respetó la libertad de conciencia y las minorías temen que si se destruye el régimen también se destruya esa tradición.
Cuando decimos que hay escuchar esas inquietudes y tenerlas en cuenta, nos acusan a veces de asumir posiciones equivalentes a posturas contrarias a los sunnitas y, más generalmente, anti islámicas. Nada más lejos de la verdad. En Rusia, gente de confesiones diversas, mayormente cristianos ortodoxos y musulmanes, viven juntos desde hace siglos. Nuestro país nunca ha librado una guerra colonial en el mundo árabe. Lo que sí ha hecho, por el contrario, es respaldaar la independencia de las naciones árabes y el derecho de esas naciones a un desarrollo independiente. Y Rusia no tiene la menor responsabilidad en cuanto a las consecuencias de la dominación colonial, que se caracterizó por los trastornos causados a las estructuras sociales, trastornos que dieron lugar a tensiones que aún persisten actualmente.
Mi intención es otra. Si hay miembros de la sociedad que se sienten inquietos ante la posibilidad de que aparezca algún tipo de discriminación basada en la religión y en la nacionalidad de origen, hay que ofrecer a esas personas las garantías necesarias según los estándares humanitarios internacionales generalmente aceptados.
El respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales ha sido históricamente, y sigue siendo, un importante problema para los Estados del Medio Oriente y es además una de las causas principales de las «revoluciones árabes».
Sin embargo, Siria nunca apareció como un mal alumno en esta región, gracias a su nivel de libertades cívicas muchísimo más elevado que el de ciertos países que hoy pretenden dar lecciones de democracia al gobierno de Damasco. En una de sus más recientes ediciones, la publicación mensual francesa Le Monde diplomatique presentó una cronología de las violaciones de los derechos humanos cometidas por un gran Estado del Medio Oriente, cronología que incluía entre otras cosas la aplicación de 76 condenas a muerte sólo durante el año 2011, esencialmente por acusaciones de brujería. Si realmente queremos promover el respeto de los derechos humanos en el Medio Oriente, tenemos que dar a conocer abiertamente ese objetivo. Si proclamamos que nuestra principal preocupación es poner fin al derramamiento de sangre, entonces tendríamos que concentrarnos precisamente en eso. En otras palabras, tenemos que ejercer presión para obtener primeramente un cese del fuego y para promover luego el inicio de un diálogo entre los sirios con la participación de todas las partes, diálogo tendiente a negociar una fórmula de arreglo pacífico de la crisis por parte de los propios sirios.
Rusia ha estado expresando esos mensajes desde los primeros días de los disturbios en Siria. A nosotros, y creo que también a toda persona con suficiente información sobre Siria, nos parecía bastante evidente que ejercer presión para expulsar de inmediato a Bachar al-Assad, en contra de los deseos de un considerable sector de la sociedad siria que estima que ese régimen garantiza su seguridad y su bienestar, equivaldría a sumir el país en una guerra civil sangrienta y prolongada. Los actores exteriores responsables deberían ayudar a los sirios a evitar esa situación y estimular la adopción de reformas evolutivas en lugar de las revolucionarias dentro del sistema político sirio, a través de un diálogo nacional, en lugar de recurrir a la presión exterior. Si se tienen en cuenta las realidades actuales de Siria, no queda otro remedio que reconocer que el apoyo unilateral a la oposición, sobre todo al más belicoso de sus componentes, no conducirá ese país a la paz en un futuro próximo y entrará por lo tanto en contradicción con el objetivo de proteger a la población civil. O sea, lo que parece prevalecer en esa decisión son los esfuerzos tendientes a provocar en Damasco un cambio de régimen en el marco de una estrategia geopolítica regional mucho más amplia. No cabe duda que el blanco de esos proyectos es Irán, cuando se sabe que un importante grupo de países, entre los que se encuentran Estados Unidos, otros países miembros de la OTAN, Israel, Turquía y algunos Estados de la región, parecen interesados en debilitar la posición de ese país [Irán] en la región.
La posibilidad de un ataque militar contra Irán es un tema ampliamente debatido en este momento. Yo insisto constantemente en el hecho que esa opción tendría graves consecuencias, por no decir catastróficas. El intento de cortar con la espada el nudo gordiano de viejos problemas está condenado al fracaso. Recordemos en ese sentido que la invasión militar de Estados Unidos contra Irak fue considerada en el pasado como una «oportunidad única» de transformar de manera rápida y decisiva la realidad política y la realidad económica del «Medio Oriente Ampliado» transformándolo en una región alineada con el «modelo europeo» de desarrollo.
Aún si haciendo abstracción de las cuestiones vinculadas con Irán, resulta evidente que el hecho de estimular los desórdenes dentro de Siria puede desencadenar procesos que tendrían un impacto sobre la situación de un vasto territorio alrededor de Siria, y sería un efecto negativo, con consecuencias devastadoras tanto para la seguridad regional como para la seguridad internacional. Entre los factores de riesgo se encuentran la pérdida de control sobre la frontera entre Israel y Siria, la agravación de la situación en Líbano y en otros países de la región con armas que caerían en «manos indebidas», sobre todo de organizaciones terroristas y, probablemente lo más peligroso, sería una agravación de las tensiones interconfesionales en el mundo árabe islámico.
*** Si nos remontamos a los años 1990, Samuel Huntington señalaba en su ensayo El choque de civilizaciones la tendencia de la noción de identidad basada en la civilización y la religión a ganar importancia en la era de la globalización. Por otro lado, el propio Huntington demostraba de manera convincente la relativa disminución de la capacidad del oeste histórico para extender su influencia. Es cierto que sería exagerado tratar de elaborar un modelo de relaciones internacionales modernas basándose únicamente en esos postulados. Hoy es sin embargo imposible ignorar esa tendencia. La sostiene toda una serie de factores diferentes, sobre todo la existencia de fronteras nacionales menos herméticas, la revolución de la información que ha puesto de relieve la desigualdad socioeconómica y el creciente deseo de los pueblos de preservar su identidad en tales circunstancias y de evitar caer en la lista histórica de especies en riesgo de extinción.
Las revoluciones árabes muestran sin dudas una voluntad de regresar a las raíces de la civilización, voluntad que se expresa a través de una amplia adhesión popular a los partidos y movimientos que actúan bajo el estandarte del Islam. Esa tendencia se manifiesta no sólo en el mundo árabe. Pudiéramos mencionar también a Turquía, que se posiciona más activamente como actor importante en la esfera islámica y en la región que la rodea. Varias países asiáticos, Japón entre el