Según la Agencia Noticiosa Ahlul Bait (ABNA) – Cuando el 22 de junio llegó a Maiduguri, en el nordeste de Nigeria, para ser atendida por malnutrición aguda, pesaba 4,5 kilos.
Desde entonces, gracias a una dieta rica en suplementos energéticos subió 700 gramos, pero apenas pesa más que un recién nacido sano.
Su madre espera en la clínica con el bebé en su regazo. La niña padece diarrea. Ella la limpia con un trapo sucio.
Yagana procede de la aldea de Dire, en la región de Mafa, en el estado de Borno, y tenía seis hijos. Cinco han muerto de enfermedad, sarampión, difteria. Halima es la única superviviente.
Mafa, al igual que buena parte del nordeste de Nigeria, quedó devastada por los terroristas del grupo Boko Haram, leales al Daesh en este país africano, que han provocado más de 20.000 muertos y 2,6 millones de desplazados en siete años.
El ejército recuperó el control de buena parte de los territorios conquistados por los insurgentes.
"Los soldados nos dijeron que nos fuéramos. Nos dijeron que nos marcháramos para evitar ser atacados. Y entonces se puso enferma. No teníamos comida", cuenta Yagana.
Con la reconquista de los territorios y la llegada de las agencias humanitarias salió a la luz la situación. La representante de Unicef en Nigeria, Jean Gough, ha dado la voz de alarma: unos 50.000 niños pueden morir de hambre.
"Estimamos que habrá casi un cuarto de millón de niños menores de cinco años que sufrirán malnutrición aguda severa en el estado de Borno este año", declaró. "Si no tenemos acceso a esos niños para curarlos, uno de cada cinco morirá", advirtió a finales de junio.
Días antes, Médicos sin Fronteras (MSF) afirmó que casi 200 personas habían muerto, sobre todo de diarrea y deshidratación, en el campamento de desplazados de Bama, a 70 km de Maiduguri.
Según la ONU, 9,2 millones de personas padecen déficit alimentario en la región del lago Chad, en los confines de Nigeria, Níger, Camerún y Chad, una región azotada por Boko Haram.
Yagana llevó a su hija al campamento de Muna, a las afueras de Maiduguri, donde se han refugiado unas 16.000 personas.
En la clínica dirigida por Unicef, Yakara Babagana pesa a los niños y les toma la temperatura. "No tienen suficiente comida y a veces sufren diarrea y vómitos, con lo que pierden peso", dice, con el rostro bañado de sudor por el calor.
"En tres meses hemos acogido a 363 niños con malnutrición severa", añade. El tratamiento dura ocho semanas y consiste en administrarles vitamina A, antipalúdicos y antibióticos, y darles algo contra las lombrices.
Yagana se ciñe el hiyab y toma una bolsa de plástico negra llena de suplementos alimentarios en pastillas. Luego se va con su hija a la espalda. "La niña ha mejorado y la madre está contenta", afirma Ifeanyi Chidozie Maduanusi, de Unicef.
La responsable denuncia la falta de comida, la mala calidad de la alimentación, una higiene deficiente y la escasez de aseos. Y la insurrección, claro.
Muna es un campamento improvisado, de cabañas de leña, paja y lonas al que sigue llegando gente que vive en medio del ganado, entre excrementos.
El acceso al agua potable es limitado y los depósitos de raciones vitamínicas y de medicamentos menguan, declara el coordinador del campamento, Grema Musa Kolo.
La comida sigue siendo "el gran problema", dice. Los suplementarios alimentarios se destinan a los niños más enfermos.
En junio siete niños fallecieron por un brote de sarampión.
"Si no intervenimos, se mueren. No tienen nada que comer. Lo han dejado todo atrás. Sólo han salvado la vida", afirma. "Si no tenemos comida a corto plazo, habrá muchas complicaciones... Me lo temo".
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