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Fuentes : IEEE / ABNA24
jueves

28 julio 2016

20:01:20
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‘Túnez, la Transición Frágil’

Por Pablo Moral

MADRID. (ABNA) - Túnez es un país excepcional. Extraordinariamente homogéneo, es además el país más pequeño del Magreb. Un lugar con escasos recursos en el subsuelo, a diferencia de vecinos más inmediatos, Argelia y Libia, tradicionalmente dependientes de los hidrocarburos. Túnez es un país mejor formado, con una clase media de mayor presencia y una sociedad civil más activa y mejor organizada. Túnez alberga a una sociedad eminentemente musulmana, a la que se le ha colgado siempre el cartel de moderada, pero también acoge a la mayor comunidad judía del norte de África, ubicada en la isla de Yerba, con alrededor de cuatro mil miembros. Podríamos enumerar muchas razones más que hacen de Túnez una excepción en su región, pero a día de hoy siempre destacaríamos una por encima del resto: Túnez es la única flor que no se marchitó tras la mal llamada Primavera Árabe.

La Revolución de los Jazmines tuvo un doble efecto inmediato, por un lado consiguió lo que parecía imposible, derrocar al férreo régimen de Ben Ali, y por otro, hizo que brotaran nuevas revueltas a lo largo y ancho del Magreb y Oriente Próximo. Parecía vislumbrarse inequívocamente un nuevo tiempo de cambio y esperanza en el mundo árabe en el que el pueblo sería al fin el dueño de su destino, pero tras más de un lustro el entusiasmo generado en el esplendor de la Primavera no solo se ha esfumado sino que se ha tornado en pesadilla. No obstante, el hecho de que la excepción, Túnez, no haya acabado como otras experiencias de las revueltas árabes, véase el estado fallido de Libia, el nuevo régimen militar golpista en Egipto o la guerra civil en Siria no quiere decir que la experiencia tunecina esté marcada por la prosperidad, la estabilidad o la certidumbre. La transición tunecina se ha revelado ardua, lenta y frágil, con múltiples obstáculos de diversa índole que la han lastrado y numerosos desafíos que la han hecho y la pueden hacer tambalear.

La democracia en el alambre

El exilio de Ben Ali a Arabia Saudí en enero de 2011 inició un nuevo tiempo en Túnez. En octubre de ese mismo año se celebrarían las primeras elecciones verdaderamente democráticas del país con el objetivo de dotarle de una asamblea constituyente encargada de redactar una nueva constitución. Estas servirían para dar un fuerte espaldarazo popular a un partido cuyas figuras más destacadas acababan de volver del exilio en Europa tras la dictadura: el partido islamista moderado Ennahda (Renacimiento), liderado por Rached al-Ghannouchi. Ennahda se hizo con el 40% de los votos, traducidos en 89 de 217 diputados que aunque le otorgaban una amplia mayoría le obligaban a buscar acuerdos con otras fuerzas políticas. Vino aquí el primer triunfo de la incipiente democracia tunecina. El partido islámico quiso cooperar desde el inicio con los otros principales partidos en búsqueda de un consenso que permitiera dotar de robustez y mayor legitimidad a la empresa constitucional en la que se acababan de embarcar. Demostrando estar a la altura de las circunstancias, Ennahda permitió que el cargo de Presidente de la República lo ocupara Mohamed Moncef Marzouki, activista defensor de los Derechos  Humanos y líder del segundo partido más votado, el Congreso Para La República (CPR), un partido laico y progresista. El Secretario General de Ennahda, Hamadi Jebali, sería nombrado Primer Ministro, liderando un gobierno en el que había representación tanto del CPR como del tercer partido más votado, el Ettakatol, de corte socialdemócrata, formando lo que dio a conocerse como la Troika.

A la hora de hablar de desempleo juvenil en el Magreb y Oriente Próximo, Túnez es el paradigma. Una situación que sin duda fue clave en las revueltas de 2011 y que todavía hoy lastran la marcha del país

Sin embargo, estos progresos iniciales comenzaron a estancarse. La coalición en el gobierno se mostraba incapaz de dirimir sus desavenencias en la redacción del nuevo texto constitucional, haciendo que buena parte de la población comenzara a impacientarse por el inmovilismo político. A la creciente inestabilidad política se unían las acuciantes dificultades económicas, con un paro aún más elevado que cuando Ben Alí abandonó el país, una tasa de inflación al alza y una inversión extranjera frenada en seco por la caída del turismo. Las huelgas y las protestas se sucedían, especialmente en aquellas áreas más deprimidas, y la población joven comenzaba a desilusionarse con un proyecto democrático que no estaba dando los resultados esperados. La polarización en la sociedad tunecina era patente, sucediéndose los disturbios y los enfrentamientos entre islamistas radicales y secularistas, plasmando en las calles la confrontación ideológica que mantenía el propio gobierno. El panorama, cada vez más convulso, fue propicio para que jóvenes –y no tan jóvenes– abrazaran ideologías extremas como los grupos salafistas, que se habían beneficiado de la amnistía general a presos políticos en 2011, y que ganaron peso e influencia en la sociedad tunecina. Fueron precisamente miembros salafistas los acusados del asesinato del líder de la oposición, Chukri Belaid, en febrero de 2013, que además provocar multitudinarias protestas por el giro violento que estaba adoptando el país acabó precipitando la renuncia del Primer Ministro Jebali, que por entonces andaba empeñado en formar un gobierno de tecnócratas independientes como alternativa para superar el impasse. En julio de ese mismo año otro diputado secularista de corte progresista, Mohammed Brahmi, fue asesinado, y en septiembre se produciría la retirada de Ennahda del gobierno. El cisma entre islamistas y secularistas parecía por entonces prácticamente insalvable. La transición tunecina daba la impresión de desmoronarse por momentos.

El nuevo gobierno interino encabezado por el nuevo Primer Ministro Mehdi Jomaa comenzó su administración con el claro objetivo de alcanzar un acuerdo entre los partidos para la finalización de la Constitución. Con la inestimable contribución de lo que pasó a llamarse el Cuarteto para el Diálogo Nacional de Túnez, formado por las cuatro principales organizaciones de la sociedad civil, es decir, el principal sindicato, la Unión General Tunecina de Trabajo (UGTT); la principal organización patronal, la Unión Tunecina de Industria, Comercio y Artesanía (UTICA); y dos entidades jurídicas, la liga Tunecina de Defensa de los Derechos del Hombre (LTDH) y la Orden de Abogados de Túnez, el acuerdo se alcanzó en enero de 2014. Ahora sí, la Revolución de los Jazmines daba su primer fruto. La Constitución de consenso de la Túnez posrevolucionaria era al fin una realidad. La consumación del hito fue condecorada con el Premio Nobel de la Paz de 2015, concedido al célebre Cuarteto de Túnez, por su “decisiva contribución a la construcción de una democracia pluralista en Túnez en el despertar de la Revolución de los Jazmines”. Sin lugar a dudas nueva constitución sirvió para apuntalar el proyecto y volver a contagiar de optimismo a los que empezaban a dudar de la solidez de la transición tunecina. A pesar de que la inestabilidad no se había disipado, la transición seguía en marcha, y eso era a fin de cuentas un logro del que por entonces ningún otro país árabe podía presumir. Las elecciones parlamentarias de octubre y las presidenciales de diciembre de 2014 volvían a suponer una nueva prueba a la normalización democrática del país que de nuevo superaría con éxito. Ennahda constató su pérdida de terreno político con una clara derrota que lo relegaría a la oposición ante la coalición secular centrista Nidá Tunis (La llamada por Túnez), que se haría con 85 escaños y que formaría gobierno pactando en última instancia con el partido islamista, al que cedió el ministerio de empleo. Se entraría en un año 2015 marcado por la inestabilidad económica y sobre todo el auge del terrorismo yihadista que amenazaba con echar por tierra todo lo conseguido en las urnas.

El terror como pulso a la solidez democrática

Uno de los grandes desafíos que tenía ser único país árabe que tras la Primavera encauzaba verdaderamente un proceso democrático con mayor o menor fortuna era su susceptibilidad de convertirse en un blanco perfecto para el terrorismo de corte fundamentalista por parte de aquellos que rechazaban los derroteros laicos por los que avanzaba el país. Alimentaba esta amenaza el asentado repunte del salafismo en Túnez tras la revolución, y muy especialmente, la porosidad de unas fronteras que además de permitir todo tipo de tráfico ilícito, favorecía la penetración de células terroristas que pululaban al sur y este del país. El desmoronamiento de la vecina Libia, la inestabilidad de una Argelia sumida en un modelo económico obsoleto basado en la dependencia de los hidrocarburos y la siempre convulsa zona del Sahel hacían que la Túnez posrevolucionaria hubiese quedado arrinconada en un contexto regional hostil y poco propicio para cualquier forma de desarrollo.

La combinación de estos factores tuvo consecuencias nefastas para la seguridad de la República Tunecina. En primer lugar, en el interior, de entre todos los grupúsculos radicales que se fueron gestando tras la revolución destacó la organización salafista yihadista de Ansar Al-Sharia, que se vio favorecida tanto por la amnistía de presos islamistas como por las políticas de inclusión del gobierno. Esta organización comenzó a ganar adeptos merced a una eficaz y moderna estrategia de comunicación, la ocupación de espacios públicos –por ejemplo, cientos de mezquitas– y la suplantación de la actividad estatal en aquellas áreas en las que el estado no llegaba a prestar determinados servicios de manera eficiente. Vinculada a su homónima en Libia y a Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), fue declarada organización terrorista por el gobierno en 2013, obligando a sus miembros a la actividad clandestina para eludir la persecución por parte del Estado. A la formación de Ansar Al-Sharia hemos de unir el dramático hecho de que Túnez, a pesar de su pequeña población, es el país que mayor número de ‘foreign fighters’, esto es, combatientes extranjeros, exporta a las filas del Estado Islámico. A pesar de la dificultad de estimar una cifra aproximada, se calcula que desde el país magrebí provienen alrededor de 6000 de los combatientes en Irak y Siria.

Exceptuando los propios Irak y Siria, Túnez es el país cuyos nacionales más han engrosado las filas del Daesh. Fuente: Statista

Junto a ello, se tiene constancia de la presencia de combatientes tunecinos en el conflicto de Libia, en Argelia, en Yemen, en Malí o en Afganistán. Por último, otra consecuencia nociva de la permeabilidad fronteriza y arraigo fundamentalista es la reciente infiltración del autodenominado Estado Islámico en Túnez, que se atribuyó la autoría de los tres mayores atentados ocurridos hasta la fecha en el país, los tres en 2015. En marzo, varios terroristas wahhabíes armados irrumpieron en el Museo del Bardo, acabando con la vida de más de una veintena de personas, la mayoría de ellas turistas europeos. Dos meses más tarde, un joven armado comenzó a abrir fuego en una playa cercana a la ciudad de Susa, en las inmediaciones de un hotel propiedad de una cadena española. Treinta y ocho fueron los fallecidos, treinta de ellos de origen británico. El tercer atentado tuvo lugar en una arteria principal de la capital, la ciudad de Túnez, y en este caso el objetivo no fue el turismo sino un autobús que transportaba a miembros de la guardia de seguridad nacional tunecina, de los cuales doce resultaron muertos.

La volatilidad económica, mala compañera de viaje

El cóctel de inestabilidad política y falta de seguridad no hizo sino acarrear la perpetuación de los problemas económicos con los que Túnez lidiaba desde que dejó atrás la dictadura. Los atentados al turismo de 2015 consiguieron el objetivo de minar aún más una de las actividades económicas de mayor peso en Túnez, pues representa indirectamente un 15% del PIB y 473.000 empleos en el país. El turismo se desplomó un 25% respecto a 2014, un porcentaje que sería algo mayor si lo comparáramos con los niveles de 2010. La pernoctación en hoteles se redujo a la mitad, decenas de ellos han tenido que cerrar por todo el país y los cruceros,  que solían aportar cientos de miles de llegadas al año, siguen sin volver a las costas tunecinas tras lo sucedido en el Museo del Bardo. El PIB cayó un 0,7% en la segunda mitad de 2015 y su paulatino crecimiento desde entonces es muy reducido –se sitúa en torno al 1%. El desempleo va en aumento –sigue sin bajar del 15%, según cifras oficiales–, siendo este especialmente dramático en las zonas más rurales y en la población joven y bien formada. En algunas zonas rurales el desempleo juvenil alcanza el 50% y las mujeres son las principales damnificadas de la falta de trabajo. El porcentaje de varones universitarios en paro es de un 20%, cifra que aumenta hasta el 40% en el caso de las mujeres graduadas. Otra cifra poco esperanzadora es la creciente inflación, que aunque había bajado desde 2014 está actualmente experimentando un rápido crecimiento, siendo especialmente notable en el precio de los alimentos. En definitiva, el contexto económico no difiere en exceso de aquel que provocó el estallido de la Revolución de los Jazmines, lo que ha hecho que las protestas y movilizaciones se sigan sucediendo con especial incidencia en las regiones más pobres del país. La frustración, el descontento social con el gobierno, la falta de expectativas y la precariedad siguen muy presentes en Túnez. Paradigma del alarmante paralelismo con aquel final de 2010 fue el suicidio por electrocución en enero de 2016 de un joven de 28 años en unas protestas en la ciudad interior de Kaserín, no muy lejos de donde se quemó a lo bonzo el joven vendedor de frutas Mohammed Bouazizi, acto que a la postre marcaría el inicio de la revolución tunecina.

Las revueltas en Túnez supusieron un duro golpe para el sector turístico tunecino. Cuando comenzaba a repuntar, el terrorismo ha llegado para rematar un motor económico del país


Por tanto, es de extrema urgencia conseguir revertir la desfavorable situación económica para salvaguardar el afianzamiento de la transición en Túnez, para lo que se antoja necesario, además de la vuelta del turismo, la reactivación de la economía en las zonas más deprimidas del país, la reducción de la economía sumergida y el contrabando, que supone alrededor del 40% de la actividad económica en la República Tunecina, y el freno de la abrumadora corrupción que todavía existe en el país. La ayuda internacional también se prevé clave en la mejora de la situación en Túnez. Conscientes de la importancia que tiene no solo para el país sino para la región mediterránea que el proyecto tunecino salga adelante, tanto la Unión Europea –cuya contribución no se puede despreciar, pero es muy mejorable– como Estados Unidos han destinado cientos de millones de dólares al país magrebí, a lo que se une un crédito de 2.800 millones de euros parte del FMI y otro por valor de 5.000 millones de dólares del Banco Mundial, ambos concedidos en 2016.
 
Larga vida al Túnez democrático

Con todos sus defectos y virtudes, la transición tunecina ha demostrado tener la fuerza suficiente para salir airosa de las incertidumbres que han marcado un camino que se presume largo y difícil. En su devenir democrático el país deberá avanzar de manera progresiva hacia una gobernanza más eficiente y universal, para lo cual tendrá que  hacer frente a numerosos desafíos que pueden seguir lastrando su evolución. En el ámbito institucional se antoja necesaria una reforma de diversas instituciones estatales que todavía adolecen de una marcada herencia del periodo dictatorial, como ministerio del interior, con su burocracia excesiva, opaca y anclada en las prácticas del régimen antecesor, o la policía, a la que se le tilda de ineficiente, corrupta y excesivamente represiva. También se estima conveniente avanzar en el ámbito de la educación y de los derechos civiles en aras de lograr una sociedad más igualitaria e inclusiva. Más a corto plazo, la seguridad debe ser una prioridad ineludible. La modernización de las fuerzas armadas, el control efectivo de fronteras, la lucha contra la radicalización islámica y el refuerzo de la inteligencia –para lo que el país está recibiendo ayuda de la UE– deben ser puntos marcados en la agenda como imprescindibles.

Con todo, las lecciones aprendidas de la transición tunecina invitan prudentemente al optimismo. Debemos recordar que Túnez ha demostrado ser un país excepcional. Además de una sociedad civil digna de Premio Nobel, en Túnez hemos visto al ejército de un régimen dictatorial posicionarse de manera determinante a favor de la revolución popular y respetar con profesionalidad el transcurso de la transición. En Túnez hemos podido comprobar que el islam democrático es posible de la mano de Ennahda, un partido que tras décadas de represión cuando llegó al poder se esmeró en hacer partícipes del momento histórico a los principales partidos de la oposición y que impulsó políticas integracionistas tanto para con los antiguos miembros del régimen –y de hecho algunos de ellos han acabado enrolados en la coalición gubernamental de Nidá Tunis– como con los presos políticos, con el propósito de no excluir a nadie del nuevo Túnez. En su último congreso, Ennahda ha dejado de lado su vertiente religiosa para centrarse estrictamente en la política, en un intento de seguir modernizando al partido rompiendo con la etiqueta de islamista y avanzando hacia uno demócrata de referencia islámica.

El acierto y diligencia de los dirigentes tunecinos, la responsabilidad y madurez de la sociedad y la solidaridad internacional se antojan claves en el devenir más inmediato de Túnez, cuya transición sigue renqueante y con muchos cabos por atar, pero cuyos méritos y consecuciones son incuestionables y deberían ser irrevocables. Su éxito, de consolidarse, podría servir de guía para una región carente de referencias satisfactorias y con sed de democracia y estabilidad. Es por ello que la llama de la transición que prendió la revolución, aunque tenue, no debe apagarse, pues de avivarse está llamada a iluminar el futuro de Túnez y a alumbrar el camino de la democracia en los países árabes.


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