Las palabras del ministro extremista Itamar Ben Gvir, al pedir la destrucción de la tumba del mártir Izz al-Din al-Qassam, no son un hecho aislado ni una mera provocación política. Son la expresión más descarnada del proyecto sionista: borrar la memoria, arrasar los símbolos y demoler todo vestigio de identidad palestina y árabe en esta tierra milenaria.
Hoy pide demoler una tumba, mañana exigirá derribar la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén o la Basílica de la Natividad en Belén. No es una exageración: la lógica de la ocupación no conoce límites, y su ideología fanática convierte el patrimonio histórico, religioso y cultural en un objetivo a destruir.
El pueblo palestino sabe muy bien que la lucha no es solo por la tierra, sino también por la memoria y por la historia. La tumba del Qassam no es simplemente un monumento, sino un símbolo de resistencia contra la colonización, un recordatorio de que la dignidad no se rinde.
Cada palabra de Ben Gvir revela la verdadera esencia de un régimen que pretende imponer el olvido con dinamita. Pero también confirma algo más: que Palestina resiste no solo con piedras y sangre, sino con sus raíces, con sus mezquitas e iglesias, con su memoria colectiva que ningún bulldozer podrá borrar.
La comunidad internacional, y especialmente el mundo árabe y cristiano, debe entender que lo que está en juego no son solo los lugares sagrados musulmanes, sino todo el patrimonio espiritual de la humanidad. Si hoy se tolera que se amenace la tumba de Qassam, mañana será la Iglesia de la Natividad, y pasado mañana la Cúpula de la Roca.
La pregunta que resuena es inevitable: ¿hasta cuándo se permitirá que el fanatismo de un Estado colonial siga poniendo en riesgo la historia sagrada de la humanidad?
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